viernes, noviembre 8, 2024
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Amante Mandarina: Lobo Domesticado

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Este texto es para ustedes, hombres. Sí, los de hombros endurecidos, corazones encerrados y mandatos grabados a hierro. A todos esos caballeros que llevan encima un legado de frases que les soltaron desde pequeños, como quien les da una medicina amarga, sin preguntas ni pausa: “Los hombres no lloran,” “Tú eres el hombre de la casa ahora,” “Los putos no van a la guerra.”

Y a ustedes también, mis mujeres, nosotras que tan bien aprendimos a identificar al “macho” de entre todos, ese alfa proveedor, de carácter fuerte, al que no se le mueve un músculo, y al que aplaudimos sin cuestionar cuando se traga sus lágrimas o se rompe en silencio. Porque esta columna, aunque va dirigida a ellos, también es para nosotras.

El machismo es una trampa en la que crecimos todos, aunque su veneno parece cebarse en los hombres de manera particular. Porque, claro, mientras a nosotras nos exigían ser buenas, complacientes, vírgenes y bonitas, a ellos se les moldeaba para ser duros, implacables, seguros, para cumplir siempre con el papel de protector, de líder, de proveedor.

Sin embargo, y aunque muchas veces no se note, el machismo también los hace prisioneros a ellos, y de la forma más cruel posible. Nosotras lo replicamos sin querer, les jalamos las cadenas, les reforzamos el guion, y cuando lo vemos bien de cerca, el resultado es un teatro en el que ellos, desde la infancia, quedan atrapados en un rol de “hombres de verdad,” donde no se admite el error, la duda o, mucho menos, la emoción.

Nosotras, desde nuestra propia trampa machista, perpetuamos la imagen del hombre indestructible, el mismo al que, en otra ocasión, le pediremos que se abra, que sea vulnerable. Sin detenernos a pensar que quizás él no sabe cómo hacerlo, que quizás lo ha intentado y se ha encontrado con el peso de esas frases que se han vuelto su prisión.

Y la verdad, ellos lo saben. Lo ven en nosotras, que también llevamos, como una cicatriz heredada, la idea de que un hombre de verdad es ese que no llora, ese que manda. Porque no es sorpresa que al final, las mismas mujeres que queremos romper el molde, que gritamos en las calles y nos plantamos frente a las injusticias, terminemos aplaudiendo al “hombre que no se deja,” al “hombre que manda.”

Nosotras, a veces sin querer, terminamos siendo las que le dan una palmadita en la espalda al hombre que nunca pide ayuda, el mismo al que, en otro momento, le reclamaremos que nunca se abre, que no comparte lo que siente. Y así, vamos alimentando esa trampa, repitiendo el mismo ciclo.

Las ventajas con las que arropa este sistema al machismo son evidentes. Aquí, los hombres pueden caminar de noche sin la paranoia que sentimos nosotras. No necesitan pensar dos veces en qué ponerse o en si ese transporte público es “seguro”. Los hombres son aplaudidos por “ayudar en casa” y ensalzados por ser buenos padres, como si su mera presencia en la crianza fuera un logro. Y, aun así, detrás de cada beneficio, está el costo: el silencio autoimpuesto, el miedo a ser juzgados si piden ayuda, y el vacío que queda al no poder vivir la vida desde la vulnerabilidad.

Dicen los que saben que “un hombre de verdad” rechaza tres conceptos: “no soy mujer, no soy homosexual, y no soy un niño”. Si reflexionamos sobre esto, parece explicarnos mucho: desde pequeños, los hombres aprenden que deben distanciarse de todo lo que les suene a “débil”. Y, por supuesto, ¿qué es la debilidad en nuestra cultura? Ser emocional, ser empático, ser cualquier cosa que no se ajuste al molde de “masculinidad de verdad”.

Tengo dos padres: Joe y Armando. Uno es el padre que me dio la vida y el otro es el padre que escogió también amarme. Los dos, aunque distintos como la noche y el día, me enseñaron que detrás de cada hombre —sí, incluso detrás de los hombres que amo— hay un mundo de expectativas, de tristezas guardadas y de cicatrices que llevan años aprendiendo a esconder. Con ellos entendí que el peso de ser hombre no es solo una frase: es una carga silenciosa que muchos llevan sin saber cómo dejar atrás.

Con los años llegaron a mi vida los amores, los amigos, los amantes, todos esos hombres que me enseñaron, poco a poco, el peso de cargar con el título de “hombre de verdad.” ¿Cuántos se han sentido “menos hombres” por no cumplir con esa idea absurda de la “hombría” que se mide en el tamaño del miembro, duración en la cama, o cantidad de conquistas? He conocido a hombres que se sienten derrotados por no haber tenido múltiples experiencias, como si su valor dependiera de cuántas veces y con cuántas personas se han acostado. Lo que ellos no saben es que detrás de esa presión no hay más que una industria de masculinidad tóxica, un juego en el que nunca podrán ganar. Porque para el machismo, nunca es suficiente.

Incluso en la intimidad, el machismo se asoma como un fantasma. Me contaba uno de mis amantes: “No puedo dejar de pensar que tengo que ser ‘el mejor’, porque alguien como tu necesita al mejor amante.” Y esa idea lo atormentaba: una ansiedad constante que convertía el placer en una especie de maratón. Pero el verdadero placer llega cuando dejamos de competir y nos permitimos simplemente ser, en la cama y en la vida.

Así también llegó un gran amor, ese hombre que siempre estaba allí para mí, moviendo cielo, mar y tierra si hacía falta. Pero a su lado descubrí también lo que era esa máscara de hombre indestructible, la que lo desgastaba, sonriendo por fuera y pudriéndose en silencio por dentro. Con el tiempo, entre las veladas de filosofía, sexo y vino, nos fuimos abriendo, y en una noche, después de varios orgasmos, me reveló algo que había estado ocultando: me confesó que también sentía atracción por transexuales y femboys, que incluso había besado a algunos en el pasado, y que aquello lo hacía sentir menos hombre. Me miró con una mezcla de vergüenza y tristeza que me partió el alma, porque entendí que no solo estaba luchando por amarme, sino por amarse a sí mismo sin traicionar la idea de “macho” que le habían inculcado.

También escuché de cerca la historia de aquel amigo, quien empezó su batalla cuando su padre murió y su abuelo le dijo solemnemente que ahora él era “el hombre de la casa”. ¿Qué significa eso para un niño de 12 años? Para él, significó que la vida ya no sería un juego, que debía tragarse el miedo, y cargar sobre sus hombros la “responsabilidad” de ser el protector, el proveedor, el invulnerable. La semilla del machismo germina así, en mandatos como ese, aparentemente nobles, pero envenenados. Me confesó que desde entonces se siente responsable de todo lo que pasa o no pasa en su casa, como si la idea de ser hombre incluyera también la carga de ser un guardián perpetuo, incapaz de pedir ayuda, incapaz de mostrar debilidad o de explorar su propio deseo sin culpa.

Y aquí es donde quiero hacer una pausa y hablarles directamente a ustedes, hombres que se sienten atrapados en ese molde, que cargan con la presión de ser siempre fuertes, siempre seguros, siempre “hombres de verdad.”

A ustedes les enseñaron, desde pequeños, un repertorio de frases que les fueron modelando el espíritu y que hoy, aunque intenten ignorarlo, resuenan cada vez que quieren mostrar vulnerabilidad.

Frases como “los hombres no lloran,” “el hombre es el que manda,” “un hombre sin trabajo no vale nada,” “golpeas como niña,” “cocinar es para las viejas.” O quizá te aplaudieron acciones como: empujar al más frágil, besar o cogerte a la chica ebria de la fiesta, alzar la voz si te sentías enojado, porque es lo que hacen los “hombres de verdad”.

Como si el hecho de ser hombre les impusiera una lista de condiciones que deben cumplir para ser respetados, para ser considerados verdaderos hombres. Pero lo que realmente me ha dolido ver es cómo, aunque en silencio, ustedes sufren por no cumplir con esos ideales impuestos, por no alcanzar esa versión de masculinidad que les enseñaron a idolatrar.

El machismo, como lo veo, no tiene género; es un cáncer colectivo, una sombra pegajosa que se infiltra en el inconsciente, en las miradas y en las costumbres, hasta que ni nos damos cuenta de que ahí está. Es una ideología tan arraigada que se disfraza de normalidad, es un mal que se filtra en la carne, que toma formas sutiles y, muchas veces, hasta se disfraza de amor y protección.

Nos enseñaron, desde que éramos niños, a desconfiar de lo que no encaja en el molde, a reprimir todo aquello que no suene a “hombre fuerte” o “mujer sumisa,” y, sin darnos cuenta, lo alimentamos.

Mujeres y hombres, todos lo llevamos dentro, hasta quienes decimos combatirlo. Porque el machismo no es solo un producto de un género, sino una enfermedad que va mutando y mimetizándose en la sociedad, escondiéndose entre las grietas de nuestros prejuicios y en el eco de las palabras que, en el fondo, aún seguimos repitiendo.

Así que este mes, mis queridos lectores, se los dedico a ustedes. A ustedes, hombres que buscan liberarse de las etiquetas, de las expectativas, de esas frases que les clavaron en el alma desde niños.

Es tiempo de romper con los estereotipos, de soltar el lastre de ser “hombres de verdad” y aprender a ser, por fin, ustedes mismos. ¡Ya basta, carajo! Dejen de cargar el peso de mandatos que heredaron sin pedirlos, de expectativas que ni siquiera son suyas. Ya es hora de dejar de buscar a esa “mujer perfecta” que mamá soñó para ti, de fingir que nunca te tiemblan las manos ni se te rompe la voz, de pretender que siempre tienes todo bajo control porque “así debe ser.” Los hombres también lloran, y no hay maldita razón para pensar que eso los hace débiles. Si duele, llora. Si necesitas ayuda, pídela. Si te pesa el mundo, compártelo.

Querido hombre, toma mis letras, hoy te las regalo. Mira al cielo y siente el impulso de ser el hombre que tú quieras ser, no el que te dijeron que debías ser. Olvida el guion ajeno, porque la vida es demasiado breve para perderla encajando en una caja hecha de los deseos de otros. Vive como un hombre libre, no como el ideal de fuerza y control que otros impusieron en tu espalda. Escúchate, ríe, llora, equivócate, ama con locura. Y cuando dudes —porque dudarás—, recuerda que solo estás aquí de paso. Una sola vida, una sola oportunidad para ser auténtico. No la desperdicies siendo lo que otros dictaron; busca ser el hombre genuino y grandioso, que habita en ti.

Y para nosotras, las mujeres, llegó el momento de mirarlos con nuevos ojos, de reconocer que detrás de cada hombre fuerte también hay un corazón que late, un ser que ama y que necesita ser amado. Sin condiciones, sin mandatos, sin guiones impuestos. Seamos equipo, creemos imperios, conquistemos galaxias, juntos. Como seres humanos que sueñan, unidos, con un mundo donde todos podamos, al fin, vivir libres.

Y tú, ¿estás dispuesto a romper con la prisión invisible que te mantiene cautivo? Si tienes dudas, secretos que confesar, sugerencias sobre temas o sólo quieres desahogarte, escríbeme a [email protected] Juntos podemos explorar y desmitificar el placer y la intimidad sin prejuicios. Sígueme en todas mis redes (Instagram, X y TikTok), hagamos que esta comunidad cada día crezca más, y hablemos más de nuestra intimidad sin tabúes. Espero tus correos o mensajes directos en mis redes con muchas ansias. Y recuerda: “¡Siempre deseo profundamente que tus orgasmos se multipliquen!”

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