Toda lengua necesita un buen insulto, y en México, “puto” se ha coronado como el rey absoluto de las palabras que lo dicen todo sin decir nada. Un día estás en un estadio, gritando con el alma: “¡Eeeeh, puto!”, y al siguiente, saltando en un bar mientras Molotov le pone soundtrack a la rabia adolescente de toda una generación.
¿Qué significa “puto”? Depende. Depende del tono, del volumen, del lugar, y, claro, de cuánto vino, mezcal y cervezas ya llevas encima. Es insulto, halago, queja, reto o, a veces, solo un relleno verbal para darle sabor al caldo folclórico de nuestra lengua. Los mexicanos, maestros de la alquimia lingüística, hemos convertido esta palabra en un comodín cultural, un tequila semántico que se adapta a cualquier ocasión, un “mood”, un caleidoscopio de nosotros mismos, con toda nuestra chingada complejidad.
“¡Qué puto calor hace!” dices, y con eso conjuras el peso del sol y el sarcasmo del momento. “No seas puto”, y de pronto transformaste el miedo en sólo una falta de carácter. Es el grito colectivo y el murmullo venenoso en la sobremesa familiar. Pero cuidado, porque “puto” es casi siempre un campo minado. ¿Es homofóbico? ¡Claro! aunque igual lo usan los mismos que celebran a su compadre con un abrazo homorromántico y un “¡Eres un puto crack!” como una especie de homenaje involuntario. En México, los matices siempre llevan doble filo.
Lo fascinante de “puto” es cómo encapsula nuestro coqueteo eterno con la contradicción: lo fuerte y lo débil, lo íntimo y lo ofensivo, lo moderno y lo ancestral. Es una palabra que, como el espejo de nuestra cultura, muestra todas nuestras caras: la absurda, la intensa, la amorosa, y la hiriente. Es un insulto que se convierte en caricia, un desdén que se transforma en complicidad.
Así somos: una sociedad que insulta para querer, que desafía para reafirmar, que transforma un término en un universo de significados. En México, decir “puto” no es solo una palabra, es una declaración de pertenencia, un rito de iniciación, y, a veces, una filosofía de vida. ¡Qué pinche bonito es ser mexicano! Y sí, puto el que lo lea.
El insulto supremo, el intensificador y el refugio del machismo
No recuerdo claramente la primera vez que escuché la palabra puto, pero sin duda me remonta a mi niñez. “¡Puto el último!” decían los niños, como si la frase fuese el impulso necesario para darlo todo y llegar primero. “Ser puto” en México es casi una categoría filosófica. Lo mismo te puede convertir en el cobarde que no se lanza al ruedo como en el atrevido que se lanza a todo. “No seas puto,” te dicen tus amigos cuando no quieres saltar al agua helada o confesar tus sentimientos a esa persona que te gusta. Pero también eres “el puto amo” cuando resuelves algo con maestría.
Cuando alguien dice “pinche puto” en una discusión de borrachos, el insulto vuela como proyectil en una guerra de egos masculinos. Se trata de un ataque que busca disminuir, deshonrar y despojar a alguien de su hombría, ese tesoro frágil y sobrevalorado que el mexicano defiende como si fuera el Santo Grial. Ser “puto” es ser cobarde, es no dar la cara, es fallarle al equipo, al barrio, al padre ausente y hasta a la virgen morena. “No te rajes, puto” es casi una declaración de guerra: si te atreves a mostrar miedo, automáticamente pierdes tu lugar en la pirámide jerárquica del machismo. Y, claro, porque aquí lo importante no es ser valiente, sino no parecer puto.
La magia de la palabra puto radica en que, como el chile en la comida mexicana, no tiene medida estándar: lo puedes usar para condimentar una anécdota o incendiar un debate. Es el comodín que todo lo salva, el parche lingüístico que arregla conversaciones torpes y el intensificador que eleva lo trivial al drama nacional. “Qué puto madrazo” es una exclamación mas reconfortante que el triste “Que gran golpe”. “Qué puto frío hace” no es un comentario sobre el clima, es una declaración existencial, una protesta pública y, si el tono es el correcto, una invitación a compartir cobija.
Pero entonces, si puto nos parece tan natural, ¿Por qué hay quienes le tienen tanto miedo?. Parece ser, que en el fondo, siempre hay un eco del machismo que tanto nos define. Decir “puto” es defender una masculinidad que se tambalea con cualquier sacudida. Es el dedo que cubre el sol de una identidad frágil, casi cristalina. Hablemos entonces de lo que puto no dice, pero insinúa: el eterno pavor masculino al placer anal. Ahí está el verdadero terror detrás de la palabra. ¿Por qué le temen tanto los hombres mexicanos? “Eso es de putos”, sentencian los hombres, mientras aprietan las nalgas con tal fuerza que podrían partir una nuez. La paradoja es deliciosa: un país obsesionado con la virilidad que le tiene pánico al autodescubrimiento erótico. ¿Es el placer una amenaza a la masculinidad? Tal vez lo sea, porque admitir que algo se siente bien podría abrir la puerta a una verdad aterradora: que ser puto no es una etiqueta fija, sino un estado mental.
Y, por último, la gran ironía: parece ser que los hombres mexicanos, tan heterosexuales, son al mismo tiempo profundamente homorrománticos. Admiran a sus compadres, a sus héroes de fútbol, a sus ídolos musicales. Parece ser que a las únicas personas que realmente respetan, además de sus mamás, son otros hombres. Hay algo profundamente mexicano en tomar un insulto y darle la vuelta, convertirlo en un término de pertenencia. Entre amigos, “puto” deja de ser un agravio y se vuelve una palmada en la espalda: “Te quiero un chingo pinche puto” dicen, después de la décima caguama sollozando y abrazando la magia de nuestro idioma. ¿Y quién puede culparlos? El mexicano, al final del día, no quiere ser valiente ni fuerte: quiere ser querido, aunque sea con un “pinche puto” de por medio.
Así que, querido lector, si llegaste hasta aquí, felicitaciones: eres oficialmente puto. Pero, no te preocupes, que en México, serlo es más un acto de resistencia cultural que un insulto. Y si te quedaste con ganas de más, qué te digo… puto el que no comparta esta columna.
P.D. Si eres Xalapeño, lee este texto en femenino, entenderás mejor. Puta vatillo.
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