Todo el mundo tiene un culo. Esa es una verdad absoluta, y cada culo, sin importar género, etnia, orientación sexual o equipo de futbol, puede convertirse en el epicentro de un placer que pocos se atreven a explorar: el beso negro, esa caricia íntima con la lengua que es un himno al placer, un culto pagano a la piel donde cada gemido es una ofrenda. Personalmente, amo comer el culo. Sí, tranquilo, nadie te está viendo decir la palabra culo en tu cabeza. Pero no le hago beso negro a cualquiera. Ese privilegio lo reservo para los hombres y mujeres que logran despertar mis ganas de explorar cada rincón de su anatomía, para aquellos que tienen algo especial, que provocan en mí el deseo de disfrutarnos hasta los límites de lo convencional, directo a donde las inhibiciones mueren.
Probé helado oscuro por primera vez durante mi juventud. Briseida, Regina y su madre fueron las mujeres que me llevaron por este camino; esas noches interminables donde las sábanas mojadas olían a curiosidad clandestina y deseo. Pero con los hombres, ah, con ellos llegué tarde. Apenas hace unos años crucé esa frontera, y aunque inicialmente me pareció un territorio inexplorado, descubrí que ahí, entre sus gemidos nerviosos y mis movimientos hambrientos, había un poder increíblemente erótico. Mi lengua, como serpiente húmeda, encontró un terreno fértil para el placer, un lugar donde las inhibiciones se desvanecen y la conexión se desnuda despojada de prejuicios.
Diciembre, este mes donde el frío a veces cala los huesos y la soledad sabe a ponche con piquete, parece el momento perfecto para hablar del helado oscuro. No me refiero al chocolate, ni al moka, sino a ese placer que vive entre pliegues y secretos. Porque, si algo he aprendido, es que el beso negro no es solo una práctica; es un arte. Uno que combina confianza, técnica, y una buena dosis de atrevimiento. Y como todo arte, tiene sus reglas y acuerdos. Aquí, querido lector, no solo voy a contarte cómo dar el mejor beso negro de tu vida, sino que te compartiré algunas anécdotas que, con suerte, humedecerán tus ganas y calentarán tus fantasías. Porque si de algo estoy segura, es que no hay placer más puro que el que se da sin tabúes, con entrega total y, claro, con un poquito de perversión.
Innegociables
Jugar en el jardín trasero es maravilloso, pero como todo juego, tiene reglas que son inquebrantables: higiene, comunicación y consentimiento. La higiene no es negociable: nadie quiere que el placer venga con una pizca de incomodidad. Y no, cuando me refiero a higiene, no hablo de a pasar un cuartito de papel de baño por el beso de la abuela, sino a una ducha compartida, ese preámbulo erótico que convierte lo práctico en preliminar. La imagen es sencilla: el agua tibia cayendo, las manos resbalando por la piel mojada, los dedos explorando con un propósito descarado mientras las risas y los suspiros se mezclan con el vapor. Una ducha así no es solo limpieza, es la antesala de una aventura que promete mucho más que piel limpia.
La comunicación, por supuesto, es la clave que abre todas las puertas del placer. Hablen de sus límites, de sus deseos, incluso de esas fantasías que aún no se atreven a nombrar en voz alta. ¿Qué tal si él dice que nunca lo ha intentado, pero quiere saber qué se siente? O ella, que siempre lo ha visto como algo tabú, pero la curiosidad le pica. El sexo comienza en la mente, y una conversación honesta es como encender la chispa antes de que el fuego consuma todo.
Y, por supuesto, el consentimiento. Si uno dice “hoy no”, escucha, acepta y para. El verdadero placer radica en el acuerdo mutuo, en el deseo compartido de explorar y gozar. Y aquí, el tiempo es tu aliado, no tu enemigo. No corras. El beso negro no es una tarea pendiente, es un arte que merece su momento, su espacio, y su ritual. Porque si algo vale la pena, es saborearlo, pliegue por pliegue, gemido por gemido.
Higiene
Primero lo primero: si vas a adentrarte en los placeres oscuros, asegúrate de que tanto tú como tu pareja estén al día con las pruebas de ETS. No es paranoia, es responsabilidad. Además, recuerda que las hepatitis A y B también pueden colarse en esta ecuación, así que no estaría de más que ambos se vacunaran. El placer, como la buena comida, sabe mejor cuando sabes que todo está en orden.
Ahora bien, hablemos de la anatomía: la zona alrededor del recto es como el “antro de moda (¡mezontle papi mezontle!)” para las bacterias y la transmisión de ETS. No porque sea intrínsecamente sucia, sino porque conecta con todo el vecindario genital, donde algunos microorganismos aprovechan para moverse como si fuera la hora feliz. Así que, sí, vale la pena prepararse bien antes de entrar a este terreno erógeno, tanto por seguridad como por higiene.
Contrario a lo que muchos piensan, el anilingus no es la puerta al apocalipsis, siempre y cuando sigas algunas reglas de oro. La higiene es el prólogo indispensable de esta aventura: lava la zona con agua tibia y un jabón antibacteriano suave. Los buenos amantes convertimos la ducha en un preludio casi ceremonioso. El roce del agua, las manos sobre la espalda, el burbujas de jabón resbalando entre las nalgas, y la promesa implícita de que, lo que vendrá después, será un placer delicioso.
Si quieres una calificación perfecta en prácticas sexuales seguras, añade un toque de protección: las barreras dentales (o condones para la lengua) serán tus mejores aliados. Porque sí, el placer y la seguridad pueden ser perfectos compañeros de viaje.
Por último, y esto es crucial: presta atención a los ritmos intestinales de tu pareja. Si ha pasado más tiempo en el baño que en la cama, o si lo que produce el cuerpo no tiene la consistencia adecuada, quizá sea momento de hacer una pausa reflexiva. Porque, aunque el placer no tiene límites, hay territorios que es mejor no explorar cuando las condiciones no son óptimas. En este caso, el famoso dicho “no cagues donde comes” deja de ser solo un consejo de vida y se convierte en una advertencia literal que no querrás ignorar.
Timing
No todas las noches están hechas para desdoblar los secretos del cuerpo, y menos los que viven entre las nalgas. Como cualquier arte erótico, el beso negro exige su propio escenario: un preludio íntimo que marque el ritmo y despierte el deseo. Esto no es algo que se improvisa entre la pelea de box y los tacos al pastor. Créeme, el aroma de la salsa de chipotle no es el mejor afrodisíaco. El momento adecuado necesita sensualidad, anticipación y, sobre todo, complicidad.
Hace ya algunos años le comí el culo a Briseida, una mujer que tenía el magnetismo de un eclipse lunar. Habíamos pasado horas entre copas de vino y risas que destilaban promesas no dichas. Cuando por fin llegamos a su cama, la ropa cayó como si obedeciera a una gravedad erótica. Pero, antes de lanzarnos al torbellino, ella me tomó de la mano y me llevó al baño. “Nada arruina el placer como una mala preparación”, me dijo, encendiendo la regadera.
Ahí, bajo el agua caliente, las líneas de nuestros cuerpos se confundieron con el vapor. La toalla desapareció, y mis labios recorrieron su cuello, sus hombros, y poco a poco, fueron trazando un mapa hacia el sur. La ducha nos transformó; éramos dos exploradoras listas para conquistar nuevas fronteras. Cuando finalmente la tumbé en la cama, con su cuerpo aún húmedo y expectante, mi lengua encontró ese lugar que parecía diseñado para los secretos más sucios y deliciosos.
Ese momento no solo fue erótico; fue mágico. Porque el beso negro, cuando se elige bien el momento, no es solo sexo. Es una declaración de deseo, de entrega, de intimidad que deja a ambos con la sensación de haber cruzado una frontera juntos, una que nunca quieres olvidar.
Aprendiendo a comer (consejos para ellos)
Hace un par de años, tuve una amante encantadora, intensa y con un gusto casi religioso por el placer anal. Fue ella, mi ex suegra, quien con sobrada maestría y la confianza que solo da la edad, me dijo una noche: “Un buen beso negro, princesa, no se da. Se regala”. No entendí su punto hasta que yo misma aprendí de ella a comer el precioso dulce terciopelo que tenía Regina, su hija, entre las nalgas, y vaya que aprendí la lección.
Hombres, acérquense al ano como si estuvieran a punto de probar el chocolate más caro del mundo: con anticipación, paciencia y respeto. El primer paso es la higiene, pero no solo la de tu pareja, también la tuya. Lávate las manos, corta las uñas, y si es necesario, deja tus prejuicios en remojo. Una lengua insegura es tan poco sexy como un calcetín mojado en medio de la pasión.
Empieza despacio, con círculos suaves, apenas un roce. Con calma usa tu lengua en movimientos lentos, casi tímidos, hasta que el primer gemido escape de sus labios, y ahí lo sabrás: estarás en el camino correcto. Alterna entre lamer y chupar; juega con la presión como si estuvieras afinando un instrumento. No olvides tus manos: sostén sus caderas, acaricia su espalda, o si te sientes audaz, combina el beso negro con un masaje en el clítoris o el pene. Créeme, esos gemidos se convertirán en gritos, y tú, en el arquitecto de su clímax.
Aprendiendo a comer (consejos para ellas)
Hace un par de años, mi ex pareja y yo decidimos huir del caos cotidiano de Poza Rica y nos refugiarnos en el paraíso más cercano: Tuxpan. Tal vez fue el calor húmedo que se adhiere a la piel, las cervezas heladas que bajaban como un río al paladar, o simplemente la promesa de un fin de semana sin relojes, pero desde que pisé la arena, algo en mí despertó. Mi cuerpo entero parecía recordar lo que era sentirse libre, como si el mar hubiera desatado un torrente de deseo enterrado bajo la rutina.
Siempre he tenido un issue con los olores. No hablo de perfumes ni de jabones caros, sino de esos aromas crudos, y fuertes que emanan del cuerpo, pero ese día, la brisa marina destapó mis sentidos y me encontré inhalando más de lo habitual, casi buscando entre el aire algo más que sal. Llegamos al hotel, un maravilloso espacio que hacía un par de años me había regalado una de las mejores aventuras eróticas de mi vida, (pero de eso ya les contaré luego). Nos instalamos en nuestra habitación, desnudamos nuestros cuerpos con las cortinas abiertas y nos metimos al yacuzzi con vista al mar. Cervezas, mezcales y sol. Sus besos mezcla de sudor tibio y salitre golpearon mi cordura como una droga. Sin pensarlo mucho, mi lengua se aventuró. Lo lamí. Lento. Profundo. Sabía a él, a calor, a vida.
Algo en mí se incendió. Mi mano bajó casi por inercia, buscando el bulto que ya me rozaba rígido. Lo encontré erecto, caliente, como si hubiera estado esperándome. Mi cuerpo respondió con un cosquilleo húmedo que se extendió hasta mis muslos. Lo masturbé al principio con suavidad, pero mi hambre crecía. Mi lengua se unió a mis dedos, explorándolo de manera alternada, y con cada gemido suyo, mi excitación escalaba.
De pronto, no había mundo fuera de ese cuarto. Mi boca lo envolvía, lo devoraba, y mis manos marcaban un ritmo que nos llevaba al borde. Mientras mi lengua viajaba desde la punta hasta sus testículos, sentí cómo su cuerpo temblaba bajo mi control. Me llenaba de poder, de placer. Bajé un poco más y separé sus nalgas con mis manos. Comí. Su gemido profundo fue la confirmación: en ese momento, yo no solo le estaba dando placer, lo estaba dominando. Y no hay nada más erótico que saber que tienes a alguien rendido, vulnerable, completamente tuyo.
Explorar la “zona prohibida” de un hombre puede ser un acto de rebeldía erótica, un manifiesto sensual que grita: “Aquí mando yo”. Para muchas de nosotras, la sola idea de aventurarnos ahí ya es revolucionaria, porque no solo estás tocando un punto físico, estás derrumbando muros emocionales y desarmando siglos de masculinidad frágil. Los hombres, con todo su temple, tienden a tensarse, y no solo en el gimnasio. Aquí es donde entras tú, con paciencia, un toque de humor y la lengua como herramienta maestra.
El primer paso es simple: dile que relaje las nalgas. Sí, literalmente. Puede que se ría, o incluso intente disimular su incomodidad con un comentario fuera de lugar, pero sigue adelante. Comienza con besos en los muslos, lentos y deliberados, como quien explora un mapa antiguo. Sube con elegancia al perineo, ese puente entre lo conocido y lo desconocido, y luego, como si fuera lo más natural del mundo, deja que tu lengua llegue a la meta.
El truco está en los movimientos lentos, casi reverenciales. Piensa en círculos pequeños, lamidas largas y una presión que oscile entre firme y delicada, como si estuvieras acariciando el ego de alguien que acaba de inventar el agua tibia. Si él está nervioso, ponlo en una posición más cómoda, como acostado boca arriba con las piernas flexionadas. Ahí, su vulnerabilidad se convierte en tu poder. Y no olvides, el juego previo es la clave: construye la tensión, incrementa el deseo y, cuando llegues ahí, conviértelo en un momento inolvidable. Y nunca olvides que la higiene es indiscutible.
Lamer, chupar y disfrutar
Al final, comer culo es mucho más que una cuestión de técnica impecable o higiene obsesiva; es un arte sensual donde el deseo se mezcla con la imaginación más libre. Es lamer como si exploráramos una ciudad secreta, chupar con la devoción de quien descubre un tesoro, soplar para encender el fuego del placer y jugar con los dedos como si buscaras el acorde perfecto que hará vibrar el cuerpo entero. Es apretar con ternura, perderse en los gemidos y, sobre todo, entregarse al momento sin prisas ni prejuicios. Este arte no se limita al físico; es un pasaje íntimo hacia una conexión profunda y atrevida.
El beso negro es un ritual que desenmascara las inhibiciones y desdibuja los tabúes. Es un espacio donde los cuerpos hablan su idioma más sincero, donde cada movimiento es un acto de confianza que transforma lo común en inolvidable. Atrévete a lamer ese misterio, a saborear el tabú, y a convertir lo prohibido en una experiencia sublime.
Quienes lo han probado saben que no es solo una práctica; es un recuerdo que permanece, un destello de placer que regresa a tu mente en los momentos más inesperados. Y quienes no se han aventurado, tal vez deberían preguntarse: ¿qué nos detiene? Porque explorar el placer, tanto en lo propio como en lo ajeno, es la verdadera valentía, la más íntima forma de libertad.
Si decides aventurarte en esta travesía erótica, hazlo con curiosidad, con respeto y con ganas de descubrir. Porque el placer, como el buen vino, no es solo para disfrutarse, sino para perderse en él, saborearlo y, sí, repetirlo.
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