El sábado pasado, cuando entré a la sala de espejos para mi primera clase de Heels con Catalina Gil Mar, no sabía lo que me esperaba. A los pocos minutos, supe que no era una clase cualquiera.
Catalina, con su cabellera flotando al ritmo de la música y sus caderas trazando curvas imposibles, transformaba cada movimiento en un susurro erótico. Había algo casi hipnótico en la manera en que detenía el aire con una pierna extendida y luego lo liberaba con la más exquisita cadencia.
Me encontraba, entre el sudor y la música, cuestionando si estaba en una clase de baile o asistiendo al ritual más sensual del planeta.
No pude evitar excitarme al verla moverse con una precisión tan intensa y, al mismo tiempo, tan natural, como si cada paso que daba estuviera diseñado para provocar, no solo deseo, sino una explosión de empoderamiento en cada una de las asistentes.
Y claro, ahí estaba yo, con mis piernas temblando más por el poder de su presencia que por el esfuerzo físico, pensando en lo surrealista de estar a solo metros de distancia de una mujer que domina el arte de la sensualidad como quien maneja una herramienta afilada: con control absoluto, pero sabiendo exactamente dónde dejar que corte.
Dicen que el cuerpo nunca miente, y yo, siendo la primera en bailar al ritmo de esta verdad, lo creo. Sobre todo cuando bailamos.
Desde pequeñas nos enseñaron a contener los gestos, a no alzar los brazos tan alto, a no menear tanto las caderas porque, claro, sabíamos lo que venía: miradas juiciosas, comentarios a media lengua.
Pero, ¿y si te digo que el baile no es solo eso que ves en TikTok o en las bodas? No, querida. El baile es un vehículo de libertad. Cada paso es un recordatorio de que este cuerpo —sí, este mismo que tienes y que a veces no soportas— siempre ha sido tuyo. Solo que nos han hecho creer que lo tenemos que compartir con los demás. Pues no.
Cuando mueves el cuerpo al ritmo de la música, dejas de ser ese objeto que otros miran, juzgan, manosean con los ojos. Te conviertes en la protagonista. Es como quitarte las cadenas que la sociedad (y a veces tú misma) te has impuesto.
Ahí, entre el ritmo y el sudor, te transformas en la criatura indomable que siempre has sido. Y lo digo con propiedad. Yo, que crecí entre cumbias en la cocina y reguetón en las fiestas, he encontrado en el baile mi conexión más pura con mi esencia.
Mi madre tenía razón cuando decía: “El cuerpo tiene memoria, y el ritmo lo activa.” Bailar es mucho más que mover los pies, es recordarte a ti misma que tu cuerpo es tuyo, y que nadie más tiene derecho a decirte cómo usarlo.
Claro, la autoestima sexual es el tema que todos evitan, como ese tío borracho en las cenas familiares. Pero la necesitamos como el mezcal después de una mala ruptura. Y ahí es donde entra el baile como un maestro silencioso que, sin que te des cuenta, te enseña a amar cada centímetro de ti.
Porque mientras más bailas, más descubres que tu cuerpo tiene su propio ritmo, su propia sensualidad. Aquí no necesitas ser Beyoncé para sentirte sexy. Lo único que necesitas es confianza, y créeme, el baile te la da. Porque no solo libera el cuerpo, sino también la mente.
Y cuando la mente está en paz con el cuerpo, querida, la chispa de la sensualidad se enciende como una hoguera. El baile se siente como tener sexo con la vida misma, solo que con la ropa puesta (a veces).
Bailar también es un recordatorio constante de que la sensualidad no es algo que deba esconderse. Es un derecho innato, como la risa o el orgasmo. Mientras más te mueves, más te reconcilias con tus propias inseguridades. Cada paso que das es como derrotar esos demonios internos que te susurran: “No eres suficiente”. Al final del día, te das cuenta de que la sensualidad no es cuestión de cuerpos perfectos, sino de actitud. Y, como ya sabes, la actitud lo es todo.
¿Tienes un mal día? ¿El jefe te tiene harta? Pues déjame decirte que no hay mejor medicina que una buena sesión de baile. Pones tu playlist favorita, dejas que el cuerpo hable lo que la mente no puede, y en esos momentos donde el cuerpo se sacude, te das permiso de ser tú, sin filtros ni expectativas. Ahí está la clave. El baile es como un orgasmo emocional. Las endorfinas corren por tus venas y, de repente, todo tiene sentido. El mundo puede seguir siendo un caos, pero tú, con cada giro, estás reconstruyendo el orden en tu pequeño universo.
Bailar es un acto solitario, sí, pero también es un acto de comunidad. Porque cuando te unes a un grupo que están ahí, moviéndose como tú, no solo compartes música, sino también historias, luchas y triunfos. Es en esos espacios donde descubrimos que no estamos solas, que otras personas también cargan con sus propios fantasmas y que, juntos, podemos crear algo más grande que nosotros mismos.
El baile nos conecta, nos recuerda que somos un tejido de experiencias compartidas. Y en ese tejido, cada persona tiene un lugar. Bailar es un recordatorio de que el apoyo mutuo es una de las formas más poderosas de empoderamiento. Porque cuando bailamos, no solo movemos el cuerpo, también movemos montañas.
Si algo me ha enseñado el baile es que la sensualidad y el movimiento son inseparables. No puedes mover las caderas sin sentir una pequeña chispa de placer corriendo por tus venas. Y no hablo solo de placer físico. Hablo de esa sensación de reconectar con algo que llevas dentro y que muchas veces reprimes. En cada paso de heels, en cada giro de belly dance, hay un reconocimiento profundo de tu feminidad, de ese poder que te enseñaron a ocultar, pero que siempre estuvo ahí, esperando salir.
Bailar no es solo una actividad física. Es un acto de resistencia, de rebelión contra una sociedad que constantemente nos dice cómo debemos comportarnos, cómo debemos movernos y cómo debemos sentirnos en nuestros propios cuerpos. Cada vez que bailas, estás reclamando ese espacio que te pertenece por derecho. Estás diciendo: “Este es mi cuerpo, y yo decido cómo usarlo”. Y eso, es la revolución más hermosa que podemos protagonizar. Una revolución que no necesita banderas ni consignas, solo ritmo y ganas de mover las caderas.
La clase casi acababa. Con cada giro y sacudida de cadera, me di cuenta de que bailar es mucho más que un escape; es una manera de enfrentarte al caos de la vida y, sin darte cuenta, declararle la guerra a tus inseguridades. Cuando todo en la vida parece derrumbarse —facturas, dramas amorosos, esa vocecita que te dice que no puedes más—, es el ritmo lo que te recuerda que aún puedes moverte, y que mientras sigas moviéndote, aún tienes poder.
Porque al final, tal como decía mi abuela, “bailamos no solo para olvidar las penas, sino para recordarnos que, incluso en medio del desastre, nuestro cuerpo sigue siendo nuestro, y con cada paso, reclamamos el espacio que la vida intenta quitarnos”.
Así que bailemos. Bailemos con furia, con pasión, con amor, con libertad. Porque en este universo loco, donde todo parece tan efímero, al final lo único que nos queda es el placer de movernos, de seguir el ritmo de nuestras propias reglas.
¿Y tú? ¿Qué sientes cuando bailas? Si tienes dudas, secretos que confesar o te atreves a contarme tus anécdotas. ¡ESCRÍBEME! Las estaré comentando en mis redes sociales. Mándame un mail a [email protected] Juntos podemos explorar y desmitificar el placer sin prejuicios. ¡Espero tus correos con ansias y deseo profundamente que tus orgasmos se multipliquen!
por Emily Villegas
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