Fue a mediados del agosto más cálido que recuerdo en mi vida cuando escuché por primera vez a una mujer hablar abiertamente sobre la cantidad de amantes que había tenido. Me faltaban un par de meses para cumplir 18 años y esa noche ella festejaba sus primeros 40. ¿Qué mejor regalo de cumpleaños que un público perplejo?
Lucía era una abogada amiga de mi familia. Había ocupado cargos públicos en el municipio y hacía cuatro años que se había divorciado. Tenía un par de amantes menores de 30, y uno más casado, con quien a veces se veía a solas y en otras lo acompañaba su esposa. Recuerdo claramente la cara de mi madre, tías y demás comitiva cuando dijo que ella había estado al menos con una veintena de hombres y un par de mujeres en lo que iba de su vida. Era como si les hubiera anunciado que había encontrado la receta del mole en una caja de Corn Flakes.
Muchas veces me he preguntado: ¿Por qué una mujer es juzgada negativamente si disfruta de una sexualidad libre, ética y responsable? ¿Cuántas parejas sexuales son el estándar correcto para una “mujer de sociedad”? o ¿Qué pasa sino quiero el “hasta que la muerte nos separe” y prefiero disfrutar del festín de frutas y sabores que existen en el mundo?
Imagina una sociedad donde el sexo no es un secreto sucio, sino una expresión de nuestra identidad. Creceríamos sin los susurros de la culpa que nos dicen que nuestros deseos están mal, sin los ojos juzgadores que nos hacen sentir pequeños por nuestras fantasías. La libertad sexual no es solo un placer carnal, sino una liberación de las cadenas de represión impuestas por una sociedad autoritaria, que nos impiden explorar quiénes somos realmente. Sin la sombra del juicio moral, podríamos conectar más profundamente con nuestros cuerpos y, en consecuencia, con nuestras almas. Cada deseo suprimido, cada fantasía oculta, es una parte de nosotros mismos que negamos.
Si pudiéramos abrazar nuestros deseos sin temor, seríamos capaces de llevar esa valentía a todas las áreas de nuestras vidas. Seríamos mujeres que piden lo que quieren en la sala de juntas, que no temen tomar riesgos en el amor y en la carrera, y que viven con una audacia que rompe moldes. Liberar nuestros deseos de las cadenas de la vergüenza nos da el poder de redefinir nuestras vidas según nuestros propios términos. Al final, se trata de vivir plenamente, sin disculpas ni restricciones, porque la verdadera libertad es ser fiel a uno mismo en todos los sentidos. Y, en el proceso, quizás hasta podamos reírnos más, disfrutar más, y, quién sabe, tal vez hasta encontremos las llaves del ropero.
Hoy poco me importa decir que hace ya un par de años que sé que no encajo en la mujer prototipo del Temach, sin embargo, como cuando un profesor le informó a Monsiváis que no podría llegar a ser presidente por ser protestante, el saberlo no me importó nada. Y es que creo que el prejuicio y juicio social respecto al número de parejas sexuales o las ganas de coger son absolutamente irrelevantes.
Cada vez que alguien intenta imponerme sus normas morales, recuerdo que la vida es demasiado corta para vivirla bajo los estándares de otros. He aprendido que mi valor no se mide por las expectativas ajenas, sino por mi capacidad de ser auténtica y fiel a mis propios deseos. La verdadera libertad no radica en conformarse con lo que la sociedad espera, sino en atreverse a vivir sin miedo al qué dirán.
Eran pasadas la una de la mañana. Yo moría de sueño y Lucía se despedía. Un Bora negro del año la había pasado a recoger. Atractiva, inteligente y exitosa. Se acercó al auto y un hombre apuesto bajó para darle un beso y abrirle la puerta. Mi madre y mi tía miraron con un dejo de “envidia de la buena” mientras murmuraban “que cabrona”.
Hoy, al verla alejarse en mi memoria, me pregunto solo por la mera curiosidad: ¿Qué diría Lucía de mi?
Síguenos en Twitter @ElDictamen
O si lo prefieres, en Facebook /ElDictamen.
Y también en Instagram: @ElDictamen
Más noticias: AQUÍ