Mi nombre es Emily Villegas. Libertina, liberal y librepensadora. Glotona de letras, ingeniosa, erótica, romántica. Pluma orgásmica, pellejo y hueso, escaramuza de sueños rotos, mujer libre. Me gustan las personas sin importar sus genitales. Descubrí el placer carnal del sexo desde muy pequeña. Al inicio, como cualquier imberbe mocoso, mi placer no tenía nombre, ni forma, ni orientación sexual o prejuicios; sólo era el celestial goce del inocente roce de mi mis manos con mi cuerpo al bañarme, o el frotar curioso de la almohada entre mis piernas antes de conciliar el sueño.
Toda mi vida he hablado de sexo. A veces he encontrado mi voz en orgasmos propios o ajenos, y otras veces en las declaraciones de buena conciencia de mis amigas después de un par de copas de vino y una noche perversa.
Cuando miro hacia atrás, adelante o a mi alrededor, veo una vasta colección de historias de sexo y sexualidad masticadas entre dientes y escupidas discretas en rincones privados, como quien se saca un chicle de la boca en un lugar público. La libertad sexual y la comunicación abierta es, para muchos, una utopía de abundancia con la que se sueña pero es imposible de alcanzar.
El otro día, estaba sentada bajo la sombra del árbol de mango en el corredor verde frente a la casa de mi abuela, contándole de mis historias y mis amantes a la madre de mi madre. “Que envidia me das, hija”, dijo. “En mis tiempos era imposible hablar de sexo, política o dinero para nosotras las mujeres”.
Las palabras de mi abuela me hicieron reflexionar mucho. La falta de conversación crea vacíos, y esos vacíos se llenan de mitos y leyendas, desinformación, abuso por desconocimiento, criminalización y a veces, hasta culpa.
El sexo, para muchos, es una bestia salvaje que preferimos mantener en la oscuridad. Nos aterra porque nos hace sentir vulnerables y expuestos. Nos enseñan a susurrar emociones, a cubrirnos en lugar de desnudarnos, enmascarar nuestros deseos y fantasías, así como mitigar nuestras dudas con el chisme desinformado.
Pareciera que, en las casas mexicanas, el sexo se convierte en el insurrecto de la moral en turno y un espectáculo de caos, donde cada individuo que se suma a los cuestionamientos de los dogmas pre establecidos se convierte en paria de la sociedad y sus buenas costumbres.
A la mayoría de nosotros nos han criado con la idea de que solo hay una manera de relacionarse: el matrimonio heterosexual monógamo y felices para siempre. Pero, ¿Qué pasa cuando no encajo en ese constructo? ¿Dónde quedan mis deseos de tener una tarde de orgasmos con alguien que acabo de conocer o con el encantador chico de voz seductora que me sonríe en el club? ¿Y qué hay de ese trío con el que fantaseo, donde no necesariamente está mi pareja actual?
En medio del tumulto de pensamientos, fantasías y dudas sobre nuestra sexualidad, se revelan las contradicciones sociales y los conflictos cotidianos. Sin embargo, también emerge una forma de resistencia colectiva, una afirmación silenciosa de que la vida puede albergar otros tipos de relaciones funcionales. Estas relaciones, alejadas de las normas enraizadas, desafían el orden impuesto y celebran la diversidad en cómo sentimos, amamos y disfrutamos nuestra intimidad.
Así que aquí estoy, buscando el delicado equilibrio entre desaprender creencias sobre el sexo que ni siquiera sabía por qué creía, y descubrir que puedo tener éxito en el amor libre, y tener (al fin) una intimidad sexual excitante, profunda y lejana a la culpa autoimpuesta por mi moralidad. Deseo que esta columna no solo te invite a reflexionar, sino que te inspire a encontrar un refugio seguro para hablar de tu sexualidad, multiplicar tus orgasmos y exprimir cada gota de placer de tu mandarina.
Por Emily Villegas
Síguenos en Twitter @ElDictamen
O si lo prefieres, en Facebook /ElDictamen.
Y también en Instagram: @ElDictamen
Más noticias: AQUÍ